El Horseball es un espectacular deporte de caballos, canasta, pelota y contacto. Hace pocos días hemos vivido en la ciudad portuguesa de Ponte de Lima el III Campeonato del Mundo de Horseball, que se celebra cada cuatro años, con la participación de 14 países de todo el mundo.
A pesar de la medalla de plata en absoluta, el bronce en sub 16 y la cuarta posición en femenina, la decepción de los representantes del Horseball en la selección española, tras los buenos resultados de los últimos años, sobre todo a nivel de clubes, era bien patente.
“¡Metedles caña!” se oyó desde las gradas del estadio; era la consigna del seleccionador hacia sus jugadores de sub 16 en un tiempo muerto. Mientras los aficionados de alrededor nos mirábamos perplejos, Portugal marcaba un gol más y alejaba a nuestros jugadores de la plata.
“¡Metedles caña!” ¿Es acaso un sistema de defensa? ¿O es una consigna para despistar al contrario? ¿O una estrategia para colocarse en el campo? ¿O una táctica innovadora y resolutiva? ¿O quizás una jugada preparada? En todo caso, el “¡metedles caña!” no pareció que mejorara el juego de la selección, que perdió por un contundente 9 goles a 5.
Ya hace tiempo que todos sabemos que la profesionalidad, técnica, estudios, preparación física y psíquica, estadísticas y sobre todo la formación, hacen crecer los rendimientos, los resultados y los logros, y también a los propios jugadores.
Y por eso mismo, actualmente podemos quedarnos perplejos cuando oímos un “¡metedles caña!”, expresión que resume muy bien lo que jugadores, aficionados y entorno hemos visto estos días en el Mundial de Horseball, como estrategia del cuerpo técnico de la selección española.
Aunque llevo cuatro años escribiendo crónicas de Horseball, no pretendo dar lecciones de este deporte a nadie y mucho menos a los que profesionalmente se dedican a ello, sólo el sentido común del espectador me hace ver que hay cosas que no deberían pasar nunca, ni en un mundial ni en una amistoso de barrio.
El sentido común me dice que es materialmente imposible que un solo seleccionador pueda preparar y dirigir tres selecciones a la vez, que no se den a conocer los nombres hasta poco antes, ni que se concentren sólo los cuatro días previos.
No parece lógico que una semana antes de la concentración se informe a los jugadores que no tienen suficiente presupuesto para el desplazamiento y que cada uno espabile para llegar a la ciudad de concentración (Vigo). Ni que el transporte de los días de campeonato se improvise con cualquier vehículo que ande por ahí.
Es sorprendente que en un Campeonato del Mundo, las condiciones de comer, dormir e higiene de la selección, sean deficientes. Y el material entregado, reducido a la mínima expresión.
No será normal encontrarse a jugadores de sub 16 con el comedor cerrado y que no han cenado, o de otros, casi llorando de cansancio a la una de la madrugada en el Village, porque el entrenador acaba de retrasar una hora el acostarse, el día que se ha perdido la plata y que al siguiente se juega por el bronce. Ni tropezar con algún otro, que a pesar de no cumplir con la edad de beber alcohol, ya no se aguanta en pie.
El sentido común también me dice que no deberíamos ver a un padre desesperado corriendo, porque el caballo de su hijo tiene principio de cólico debido a que las cuadras están sucias.
O que una madre no debería violentarse con los responsables por no haber llevado a su hijo al hospital al día siguiente de una caída con conmoción, cuando el jugador todavía se queja de un fuerte dolor de cabeza.
Tampoco debería pasar que los partidos no se prepararan, no se estudiaran (ni los propios ni los rivales), que el entrenador no hable con los jugadores más que para gritarles, recriminarles y castigarlos. Ni que personal técnico se peleara, llegando casi a las manos, delante de todo el mundo. Ni que la falta de criterios, la improvisación y el desconcierto fueran el talante de cada día, eso sí, regado con una buena dosis de alcohol.
Pero no hay que preocuparse ya que en el momento de la verdad todo se arregla al grito de “¡metedles caña!”.
Lo más duro ya no es la imagen que se da de un país, o de la misma RFHE, si no lo que verdaderamente duele es ver cómo se esfuman las ilusiones, el trabajo y los esfuerzos de tanta gente, y no por los resultados, sino por la decepción del trato recibido.
Quiero creer que el “¡metedles caña!”, es cosa del pasado y que un deporte por más joven que sea, debe caminar hacia el respeto, el trabajo, la profesionalidad y la formación. Hoy, por los esfuerzos, costes, dedicación y vocación de los que lo practican y de su entorno, el Horseball no merece semejante grito de guerra. Ni este, ni ningún otro deporte.
ANNA PLANA MONTAÑÀ